La soprano rafaelina interpretó a la condesa de “Las Bodas de Fígaro”, de Mozart, en el Teatro Colón de Buenos Aires. Historia de una artista que se fogueó en Europa y que volvió a su tierra con ganas de jugar en las grandes ligas.

Natalia Pandolfo

npandolfo@ellitoral.com

Agudeza. No sólo en la voz: también en el registro de las cosas, en el tesón por conseguir sus objetivos, en su mirada sobre el mundo. Hoy, Natalia Lemercier recobra fuerzas en su Rafaela natal. Trae a cuestas una buena gripe, de esas que caen como una plancha cuando las defensas bajan sus pretensiones.

La soprano estudia las partituras de su próxima ópera, “Anna Bolena” (que interpretará en Bahía Blanca, del 19 al 22 de septiembre) y repasa con la mente, una y otra vez, su gran momento de gloria, en la actuación como condesa del elenco alternativo del Teatro Colón, con “Las Bodas de Fígaro”, que se presentó durante agosto.

“Yo sentía que los hipnoticé, que no se escuchaba respirar en la sala. Eso es mágico”, define. Sólo eso: después vuelve a la autocrítica, a pensar en estrategias para que más puertas se abran, en ese mundo que eligió cuando tenía 18 años y del que hoy se dice “definitivamente enamorada”.

De otro pozo

Los escalones que la llevaron al escenario del Colón, meca de cualquier artista del género, fueron empinados. Natalia los fue sorteando uno a uno. Soportó puertas que se cerraban en la cara, escuchó la palabra no repetida infinidad de veces, casi hasta el punto de tirar la toalla.

“Si vos pasás por el Instituto del Colón, el camino es mucho más fácil, porque el mismo Instituto les da la posibilidad de debutar a quienes estudian allí. Yo, al no haber podido estudiar ahí porque no me reconocían mis estudios del Instituto Superior de Música de la UNL, lo veía como algo imposible. Es una locura que no reconozcan un título como el de Santa Fe, que es uno de los mejores de Sudamérica. De hecho no reconocen a ninguno que se haya formado en otro lugar que no sea el Colón”, dice.

Por suerte, hace unos años se habilitó la opción de las audiciones abiertas: una especie de pasadizo bastante estrecho por el que se puede filtrar algún cantante dotado de la suficiente dosis de insistencia. “Empecé a mandar mails y pedir audiciones. Sola, con mi nombre, sin agente ni nada. Después de mucho dar vueltas, logré que me hicieran una audición, hace dos años. Realmente era una oportunidad que no esperaba”, cuenta ella.

Natalia partió a Italia hace diez años. Estudió y cantó en escenarios de España, Rusia, China, Alemania. Volvió formada con los estándares de Europa, que son muy altos.

Una vez que logró que le abrieran la puerta del Colón, fue sólo cuestión de dar el primer paso. Nadie la conocía. Le preguntaban de dónde había salido, cómo era que no la habían escuchado cantar antes: quién era.

Imagina

“Sopranos somos muchas. Traviatas hay un montón. Entonces, hay mucha competencia. Y existen ciertas tendencias actuales en el mundo a buscar cantantes muy jóvenes, desconocidos, y lanzarlos al estrellato con toda una maquinaria de marketing. Las sopranos que ganan concursos parecen modelos, no cantantes.

Prima lo físico y la cuestión de la imagen. Entonces, es muy difícil hacerse un lugar”, considera Natalia.

“Llega un momento que pensás en bajar los brazos. En uno de esos momentos pensé: “Bueno, yo mando un mail para pedir audición al Colón. No pierdo nada”. El clic en “enviar” le abriría un par de puertas inimaginadas.

La condesa fue el primer papel que la soprano tuvo que hacer en Santa Fe: la estudió durante muchos años. La cantó en Italia y en España. Pero el estrés y la presión de saber que estaba ahí, en ese lugar en el que siempre había querido estar, fueron muy grandes.

“Fue una experiencia mágica, maravillosa. No estaba preocupada por cuestiones vocales, pero sí por saber que estaba siendo observada por los directivos del teatro, por los mismos colegas, por la orquesta: yo llegaba como sapo de otro pozo”, explica.

El rol exige una cierta madurez emocional, por la complejidad del personaje: es una mujer que ha sido engañada, desahuciada en su matrimonio. “No es lo mismo cantar esto a los 20 que a los 30 ó a los 40. Las experiencias de la vida sirven para darles color a los personajes”, sostiene.

Algunos críticos especializados consideraron que la actuación del elenco alternativo superó en calidad a la del original. “Fue muy emocionante poder cantar en el debut frente a mis amigos, desde los chicos de Meridies hasta gente de Rafaela y Santa Fe, que estaban ahí por mí. Y frente a mi familia, por supuesto”, cuenta.

Natalia nació en una familia donde la música clásica era una rareza. Su papá es plomero y su mamá tiene un almacén. Nadie, en su árbol genealógico, tuvo nunca nada que ver con el género. “Que yo les dijera que quería cantar ópera fue lo mismo que les dijera que iba a ser paracaidista. No entendían nada”, dice ella.

La segunda y última función llegó de la mano de la gripe. Ella no se lo dijo a nadie: probó sus cuerdas vocales, estaban bien. No podía respirar, pero intentaría manejar la situación. La función fue un éxito: “La gente se reía a las carcajadas, nos salió con frescura, con gracia. Parecía más un espectáculo de Midachi que una ópera”, relata. Sin embargo, ella tenía miedo de no poder llegar al final. Después de atravesar la función entera respirando por la boca, el agotamiento bajó pesadamente sobre ella, como un telón que cae.

La última melodía

  • Natalia es pianista desde los nueve años. “Amaba al piano. Por él me fui a Santa Fe a estudiar. Allí empecé a cantar en un coro y me dijeron que mi voz era ‘un cuchillito en la oreja’, y que tenía que aprender técnica. Y me mandaron a estudiar canto como una penitencia”.

“Pero la cuestión fue que me gustó y me empecé a acercar a la ópera, hasta que llegó el momento de hacer una elección”, dice. Los primeros pasos en el Instituto Superior de Música vinieron junto con la decisión de ser cantante y abandonar la carrera de piano.

“Ese piano me lo habían regalado mis padres para mis 15. En 1998 ya me fui a vivir a Buenos Aires, luego a Europa, y cada vez que venía me partía el alma verlo arruinándose”, recuerda.

Pasaron los años, ella continuó dando pasos (estudió en la Accademia della Voce di Torino, con la Prof. Franca Matiucci; realizó presentaciones en escenarios de Roma, Novara, Torino, Verbania, Milán y Monza; cantó en China y en Rusia, entre otros países).

Alguien le sugirió donara el piano a la Fundación Hogar el Ceibo, de Rafaela, que trabaja con chicos con discapacidades: el instrumento podría ayudarles en sus terapias.

La historia es entrañable: el fundador de esa granja, un alemán llamado Hans-Gerd Wiesner, había tenido que vender su piano para poder juntar dinero para su emprendimiento. Ahora, esas teclas blancas y negras llegaban a ese lugar desde algún punto desconocido, como quien va y pone un moño a la historia.

“Lo único que les pedí es que se lo llevaran cuando yo no estuviera”, dice ella, y su voz imponente se quiebra. “Fue mucho el sacrificio que hicieron mis padres para comprármelo; cuando me lo regalaron fue como un sueño para mí. Es una imagen que no voy a olvidar nunca”.

Fuente: http://www.ellitoral.com/index.php/diarios/2013/08/30/escenariosysociedad/SOCI-01.html

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